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Aquel día fue uno en el cual tenía que pensar en mí.  No podía correr el riesgo de dejar con vida a mis colegas por más fieles que fueran.  Fue una decisión amarga que estuvo junto a mi cama toda la noche.  Aunque traté de comerme el plato de la lealtad, al fin y al cabo, no pude enfrentar la traición que venía de frente a toda velocidad.

Esa noche se oscurecieron todos mis pensamientos.  No había cabida para el amor de gánster.  Tampoco había cabida si tenían una familia que mantener.  Sólo era yo contra la codicia y la avaricia de tener aquella plata a mi lado.  De poder, al fin, tener mi imperio y ser el más poderoso de Chicago, donde el que pisara, tendría que pedir la bendición como su nuevo capo.  Porque yo me rehúso a las reglas de la mafia, del beso de Judas.  En mi juego no existen las reglas porque yo sería la regla, el látigo de la supervivencia, la bala sin pólvora, el diamante negro y más brillante de la ciudad.  Soy “The Demon”.

Al llegar la mañana, lo primero que encontré en mi celular fue un mensaje de Larry donde decía: “Hoy es el gran día, flaco.  Mickey salió de paseo a verificar la zona y el Manny fue en busca de los nuevos juguetes.  Así que espero que estés listo y no me hagas esperar.  Atentamente, Larry”.

Antes de que llegara mi mano derecha, hice varias cosas en el apartamento.  Una de ellas fue llamar a mi madre y tener una pequeña plática agradable, de esas que se dan si acaso una vez cada año.  A ella le extrañó mucho mi llamada.