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El sol entraba por las rendijas de la ventana y golpeaba todas las mañanas a CJ en la cara.  No dejaba de quejarse con Dios.  Casi siempre se levantaba con un humor tan desagradable que hasta él mismo no se soportaba.  Con frecuencia se paseaba por los pasillos de su casa y cuando se cansaba de caminar iba derechito al baño.  Se miraba en el espejo y luego inclinaba su cara hacia el inodoro tratando de buscar su reflejo en el agua.

Estaba ahí aproximadamente dos minutos y después regresaba a repetir el paso uno.  Abría sus ojos lo más grande que pudiera y se miraba de una manera tan especial que sólo a él le daba un placer tan único que ningún humano en la tierra sentiría. Al pasar los minutos, comenzaba aquella transformación...

CJ nació para poner disciplina a las personas que no caminaban derecho en la vida.  Sólo él podía ejercer aquella disciplina tan anormal en la vida de los humanos.  Por lo menos eso era lo que él pensaba.  No le importaba cuantos años le fueran a dar.  O si se diera el caso de ser llevado a la pena de muerte.  Por eso era que hacía su justicia lo más profesional que podía porque entendía que había personas que tenían que ser disciplinados por su justicia divina.

Un día CJ salió a comer como hacía de costumbre y por cosas de la vida se fijó que en aquel restaurante había un tipejo muy risueño acompañado de una bella y hermosa mujer de pelo rizado rojizo, de piel blanca, y de cuerpo fenomenal.  Se dijo entre dientes: