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pegarme con un bate por las costillas como si fuera una piñata. Con cada batazo que recibía, me recordaba de mi infancia y lo bueno que era con mi madre. Pero, al llegar a los doce, empecé a probar la calle y me volví un chico malo.
A los 17 ya había matado a dos sujetos que traicionaron a Bimbo. Al primero le pegué un tiro en el ojo y al segundo lo hice pedazos a fuerza de balazos en un restaurante a plena luz del día. Inmediatamente me convertí en un sujeto muy respetado en casi todo Chicago.
Después de esa paliza, me llevaron a una pared que ya había abrazado los cuerpos de mis amigos. La sangre había pintado la misma y era mi turno de dar aquellos gritos tan espantosos que había escuchado hacía un rato. Me sostuvieron por ambos brazos en lo que un tercero me taladraba los brazos para después ponerme un tornillo muy grueso. Los minutos parecían atrasarse en el descanso que “Pikachú” decidió tomar, pero cuando regresó, me pareció ver al mismo diablo rencarnado en él. Ahí comenzó la tortura.
Volví y miré al gordo quien esta vez sostenía un látigo bastante largo con adornos de carabelas que le guindaban por donde quiera. De repente levantó su mano y el látigo hizo su trabajo en mi cuerpo. No lo puedo negar, había pensado que podía resistir al látigo, pero cuando abrazó mi cuerpo flaco y las carabelas se hicieron pedazos, mis gritos tuvieron que estremecer el cielo. Las navajas afiladas hacían estrago con mi carne y lo único que quería era morirme de inmediato. Sin embargo, pareciera que la muerte no quería cuentas conmigo. Es más, parecía como si el mismo Dios me estuviera castigando por todo lo malo que hice.